Bismillah.
En la traducción francesa del Lataif al-Minan de Ibn Ata Allah, traducida por E. Geoffray, una obra imprescindible para entender el sufismo en general y la tariqa shadhili en particular, aparece un interesante postfacio del traductor que da algunas claves importantes para entender el sufismo.
Recomendamos su lectura, y para animaros a ello, reproduzco una parte de este postfacio de la traducción española, editada por Alquitara-Mandala, como «La sabiduría de los maestros sufíes».
La sabiduría de los maestros sufíes, pp. 271-277
La espiritualidad shadhilí
La esencia de la enseñanza shadhilí, de donde se derivan muchos otros principios de esta vía, reside sin duda en la concentración exclusiva en Dios (al-jam‘ ‘alâ Allâh, p. 000).
El Nombre divino Allâh, que totaliza y sintetiza todos los demás Nombres, debe ser objeto de meditación del novicio; es el soporte por excelencia de toda contemplación (p. 000). Allâh puede ser evocado alusivamente por Su pronombre Huwa, que representa la Ipseidad suprema (p. 000). Para el hombre, el fruto de esta tensión exclusiva sobre Dios no es otra cosa que el conocimiento directo del Contemplado, por efecto del desvelamiento: «Desde que Abû l-‘Abbâs al-Mursî ha llegado a Dios –decía el cheij al-Shâdhilî–, la Presencia divina no se le ha ocultado, y aunque quisiera sustraerse a ella, no podría hacerlo» (p. 000). El iniciado debe pues evitar a cualquier precio distraerse en su contemplación, ni siquiera por fenómenos o placeres espirituales. ‘Abd al-Salâm Ibn Mashîsh se queja así de la dulzura que le procura su sumisión a Dios, pues tiene como consecuencia separarle de él (p. 000). Hay que adorar a Dios por Él mismo y desconfiar de los ídolos interiores. El más insidioso es la búsqueda de la iluminación, la sed de llegar a Dios: «El santo no puede llegar a Dios en tanto experimente ese deseo», afirmaba al-Mursî (p. 000).
Otras trampas se encuentran en el camino del aspirante, como el placer que obtiene de sus obras de adoración; este disfrute, tanto más pernicioso cuanto que es sutil, mancilla en gran medida la pureza de intención (p. 000). La visión por parte del iniciado de sus dones carismáticos, o simplemente de sus estados espirituales, produce igualmente una seducción peligrosa para el ego. Nadie está al abrigo de la «astucia» divina (makr), y lo que parece a primera vista un favor espiritual puede revelarse como una desgracia (p. 000); además, los milagros se manifiestan en el mundo sensible, y no pueden por tanto sino desviar de Dios. «Aquél al que no convienen ni este mundo inferior ni el Más Allá, ¡Nos conviene!», se oye decir un día a un sufí que se relacionaba con Ibn ‘Atâ’ Allâh (p. 000)21 . De ahí la extrema desconfianza que sienten los shadhilíes por esos signos externos; de ahí también la espiritualización del término karâma: el verdadero milagro no consiste en ningún prodigio, sino en la rectitud interior y en la presencia de una fe reforzada por la certeza (p. 000). «Lo importante para el hombre espiritual no es “plegar milagrosamente la tierra” (tayy al-ard) para dirigirse a La Meca o a otro lugar, sino “plegar” los atributos del ego para dirigirse a la morada de su Señor», decía al-Mursî (p. 000).
En definitiva, el mayor favor que Dios pueda otorgar al hombre es la gnosis. Si se quiere realizar espiritualmente, el hombre debe adquirir un desapego perfecto con respecto al mundo. «La salvación en la vida religiosa consiste en no desear nada que proceda de las criaturas», se oye decir a al-Mursî (p. 000). El hombre no puede ya contar por anticipado con sacar algún fruto de las prácticas ascéticas. En primer lugar, éstas producen una fatiga inútil: sería vano tratar de obtener de ellas una retribución, como hacen los devotos. Adorar a Dios en verdad consiste más bien en pedirle perdón por la imperfección de las obras piadosas realizadas (p. 000). Además, la ascesis (zuhd) es peligrosa para la vida espiritual. En efecto, al mortificar su ego y renunciar al mundo, el hombre concede a éstos un lugar indebido; cae pues bajo el «asociacionismo» (shirk) sutil, puesto que no puede sacarlos de su conciencia: «¡Glorificas el mundo tratando de desapegarte de él!», advertía al-Shâdhilî. Según Ibn ‘Atâ’ Allâh, que comenta estas palabras, no ha lugar a desapegarse de lo que no tiene existencia real (p. 000). La aflicción y el abatimiento que Ibn ‘Atâ’ Allâh señala en los ascetas proceden del hecho de que, al encomendarse a sí mismos y no a Dios, sienten plenamente la carga de la servidumbre legal impuesta al hombre (al-taklîf). El gnóstico, en cambio, que el autor opone constantemente al «renunciante», se siente ligero, pues es llevado por Dios (p. 000). Los shadhilíes manifiestan las mismas reservas frente al «escrúpulo piadoso» (wara‘) practicado por esos devotos que comen «como con disimulo» (p. 000). La actitud del «renunciante» es demasiado tributaria de las apariencias y conduce a la sequedad espiritual; en cuanto al gnóstico, utiliza su clarividencia interior para aceptar o rechazar con conocimiento de causa lo que le viene del mundo (p. 000). Por lo demás, el asceta y el devoto desprecian el mundo porque no han percibido en él la manifestación divina, y en esto se distinguen del gnóstico (p. 000).
Es encomendándose totalmente a Dios y a Su gracia como el místico llega a liberarse de su ego, y por tanto a acceder a la Presencia divina. Este «abandono confiado en Dios» (tawakkul) es erigido en virtud cardinal por los shadhilíes, y muchas son las apariciones en el texto de este versículo: «Dios basta a quien se abandona con toda confianza en Él» (Corán 65, 3). Los shadhilíes formulan con frecuencia la doctrina del tawakkul empleando los términos tafwîd e isqât al-tadbîr: en los dos casos, se trata de «abandonar el gobierno individual de sí mismo a Dios». En su cuarta «Sentencia», Ibn ‘Atâ’ Allâh afirma: «Aligérate del gobierno de ti mismo: aquello de lo que otro se encargue por ti, no lo hagas tú mismo»22 . Por su sumisión activa a Dios, el hombre adquiere esa transparencia ontológica que es el secreto de la espiritualidad islámica, pero también de toda elección divina. En efecto, «no entra en el reino celestial (al-malakût) sino aquel que se ha purificado de las imperfecciones ligadas a su condición de ser humano y acepta fielmente su servidumbre ontológica (al-‘ubûdiyya)» (p. 000). Es al tomar conciencia de esta indigencia fundamental cuando el hombre recibe la ayuda divina, como sucedió con los musulmanes en la batalla de Badr (p. 000). El modelo que se debe imitar en este caso es también el del Profeta, que ha realizado a la perfección la ‘ubûdiyya para que la rubûbiyya, la función señorial de Dios, sea reconocida en la tierra (p. 000).
Si nada es posible sin la gracia divina, le toca pues al hombre, en reciprocidad, practicar sin cesar la acción de gracias (al-shukr), manifestar a Dios su gratitud por todos los dones que recibe. La acción de gracias no es solamente el primer deber que incumbe al ser humano; le permite igualmente instaurar una relación, un intercambio privilegiado con Dios: «Aquel que quiera conservar algo junto a él debe atarlo firmemente, no sea que se le escape. ¡Haced pues lo mismo con los favores divinos: retenedlos en vosotros mediante las virudes de la acción de gracias!» (p. 000). Ibn ‘Atâ’ Allâh distingue varios niveles de acción de gracias; el más interior consiste en «reconducir la fuente de todo beneficio […] a Dios», lo que corresponde en el plano metafísico a ver en Él al único Agente de la creación (p. 000). Como, contrariamente al hombre profano, el gnóstico no reconoce ningún beneficio ni a sí mismo ni al mundo, puede evocar los favores recibidos, pues invoca por eso mismo a Dios. No hace entonces sino responder al mandato divino: «En cuanto a los beneficios de tu Señor, ¡difúndelos!» (Corán 93, 11). Los shadhilíes aplicaron plenamente este precepto, que se traduce en ellos por una actitud espiritual característica: el sufí que ha realizado su vacuidad ontológica atribuye a Dios su existencia, sus pensamientos y sus actos; no puede sino darle gracias por sustentarle en todos los niveles del ser. Los beneficios divinos deben manifestarse hasta en la apariencia física (p. 000) y, en realidad, los cheijs shadhilíes visten generalmente ropas elegantes que reflejan y proclaman la Belleza divina. Al-Mursî, cuenta Ibn ‘Atâ’ Allâh, «prefería el rico lleno de gratitud al pobre armado de paciencia» (p. 000). Henos aquí en las antípodas de la ascesis que acostumbraban a anunciar algunos místicos que vestían la «túnica remendada» (al-muraqqa‘a). Para los shadhilíes, la «pobreza» (faqr) no consiste en vestirse con oropel o en marcar su pertenencia a tal o cual orden iniciática; es una actitud interior.
El joven Mursî, al entrar un día en casa de su maestro, ve que se le dirigen estas palabras: «¡Oh Abû l-‘Abbâs, conoce a Dios y no te ocupes de tu manera de ser!» (p. 000). Los maestros shadhilíes rechazan pues que los aspirantes se aparten del mundo cuando se comprometen en la Vía; por el contrario, los confirman en la situación que Dios les ha asignado: es en las modalidades de la vida ordinaria donde el discípulo debe alcanzar la realización espiritual (pp. 000 y 000). Como hemos visto, a los dieciocho años de edad Ibn ‘Atâ’ Allâh se sintió conmocionado por su encuentro con al-Mursî; quiso entonces abandonar el estudio de la ciencia exotérica, pero su maestro se lo impidió. Ibn ‘Atâ’ Allâh retuvo visiblemente la lección; en sus Hikam, escribió: «No pidas a Dios que te saque de un estado para que te utilice en otro. Si te quisiera, se serviría de ti sin cambiarte de estado»23 .
En su concentración exclusiva en Dios, el shadhilí trata de mantener siempre el control de su estado espiritual. Pertenece pues más bien al tipo de místico «sobrio», pero es evidente que el temperamento «ebrio» no está ausente de la tipología shadhilí. Esta preferencia por la lucidez aparece en diferentes opciones espirituales tomadas por los shadhilíes. A semejanza de Junayd, no aprecian los desbordamientos suscitados por el éxtasis; a sus ojos, los «místicos de las estaciones espirituales» son infinitamente superiores a los «místicos de los estados», aunque la plebe sea más sensible a estos últimos (p. 000). «Escuchar a las criaturas, es vulgaridad», decía al-Shâdhilî a propósito de las audiciones colectivas de poesía y música (samâ‘); al-Mursî adopta la misma postura, así como Ibn ‘Atâ’ Allâh (pp. 000, 000). La sobriedad shadhilí aparece muy claramente en la preferencia que conceden estos maestros a la «constricción» (qabd) por relación a la «dilatación» (bast). Se trata ahí de una correlación de oposición fundamental de la psicología sufí; sucede generalmente a la del temor y la esperanza24 . La escuela shadhilí puso particularmente de relieve la doble noción del qadb y el bast. Para ella, la constricción mantiene constantemente al místico en la servidumbre ontológica que le es propia, y reduce por tanto la parte de su ego. En una de sus Sabidurías, Ibn ‘Atâ’ Allâh afirma que Dios «te otorga en ocasiones en la “noche de la constricción” más de lo que puedas obtener en la luz del “día de la dilatación”»25 . Al-Shâdhilî señalaba que no había solicitado nunca una cosa a Dios sin que esta ligereza no le fuera claramente manifestada después (p. 000). En efecto, la intimidad que el santo comparte con Dios puede llevarle a relajarse, a «dilatarse» en su relación con Él. La «constricción» tiene por objeto impedir tal despreocupación.
La primera fase de la realización espiritual consiste para el hombre en abandonar los límites estrechos de su ego para sumergirse en la Presencia divina. Por la liberación interior que de ello resulta, esta «extinción en Dios» (fanâ’) procura al místico una gran ebriedad. Ahora bien, incluso en ese estado, al-Mursî pide al iniciado que no pierda pie y «conserve una parcela de consciencia que le permita asumir su responsabilidad en materia legal» (p. 000). La segunda fase de la realización espiritual será para el santo volver a la sobriedad, volver a tener conciencia del mundo y actuar en él aun «subsistiendo» en Dios (baqa’). Esta última etapa es descrita generalmente por los sufíes como una extensión lógica, una expansión del fanâ’, pero no es indiferente que los shadhilíes insistan sobre este punto: «El fanâ’ no es más que el vestíbulo que lleva al baqâ’», dice Ibn ‘Atâ’ Allâh; el primero consiste en la muerte mística, el segundo en la resurrección (p. 000). Además, los shâdhilíes dan al ser que «subsiste en Dios» una dimensión metafísica: modelo del santo consumado (p. 000), se identifica con el «Hombre perfecto» (al-insân al-kâmil); es el «delegado de Dios en la tierra» (al-khalîfa), pues, a ejemplo de los profetas, se vuelve hacia los hombres para guiarlos (p. 000). Este nuevo descenso puede parecer doloroso; a pesar de ello, el santo no deja ya la Presencia divina, que se ha convertido en «el nido de su corazón»: si reintegra su ego, es con un total dominio de sí mismo y armado de la certeza (p. 000). Su conciencia difiere radicalmente de lo que era antes de la extinción de su ego en Dios. Según su discípulo, al-Mursî había alcanzado ese nivel de realización; aunque inmerso en el mundo espiritual, volvía a asumir el campo social siempre que era necesario «para responder a las necesidades de los hombres» (p. 000).